¡Deja de intentar tener sexo con él!
No podía hablar, no podía moverme. Mi cuerpo permanecía en otro plano. En éste, sólo mi esencia. En éste, él, ahora un buda omnipresente hablando sobre sí mismo, me increpó.
Cada que lo intentas, él se acuerda. Recuerda todo ésto, recuerda quién es y eso le duele. En verdad que le duele. Él quiere olvidar. Déjalo en paz.
El eco rosa se transmutó y se materializó tenuemente; primero su rostro afligido, después todo él, flotando sentado; meditando.
Alterada e incrédula buscaba largarme de ese lugar. Quería irme de espaldas, forzarme fuera, pero no había hacia dónde. No había escape, no había entradas y no había salidas. No recordaba cómo o por qué había caído ahí.
Meses antes, durante un estupor alcohólico habíamos consumado el acto sexual de manera inesperada. Como animales salvajes. Como entes que se desconocen y empujan las barreras del consentimiento. A la mañana siguiente, confrontada, no hice caso de sus tímidos intentos de reavivar esa llama. Ni él ni ese brutal encuentro encajaban en mis esquemas.
La memoria de ese acto permaneció entre bastidores por algunos meses hasta el día que nos echamos una tacha. Él en la penumbra de su cuarto me contó un secreto llorando. Yo, congelada, apenas lo podía sostener en mi regazo y acariciar su cabeza.
Mil fantasías después, ya todo calmado, me susurró:
Pobrecita de ti. Tan triste y tan sola.
La incomodidad y el dolor me encogieron. Por más que quería huir, no podía negar que era cierto. Aunque estaba perpleja, no podía librarme ahí de la quemante electricidad de esas palabras; aunque sí fui capaz horas después ,cuando por fin salí del letargo, de descartar con una sacudida de cabeza imágenes y palabras, sólo por ser improbables. Nadie realmente alucina así con una tacha ¿verdad?
“Tan triste y tan sola.” Atormentada, no caí en cuenta que lo que tronaba en mi cuerpo eran esas palabras. Ellas fueron la semilla que nutrí por meses con lágrimas e inmolatorias contemplaciones frente a las vías de tren.
Yo lo perseguía mientras me engullía el abismo de la depresión suicida. Urdía una y otra vez el cóctel perfecto de alcohol, drogas y fiesta sólo para tenerle y con él, el espacio de fuga, de magia, de fantasías, de verdades y descubrimientos, sin importar que al final acabara haciéndole y rehaciéndole más nudos ciegos a la soga que nos enervaba.
Nos enmarañamos con esa primera tacha como parásitos enajenados con limitadas posibilidades de simbiosis.
Durante mis múltiples intentos frenéticos, a veces lográbamos tocar ese sublime ámbito. A veces ahí, fuera de sí, también nos tocábamos físicamente. Pero sexo, aunque lo intentamos muchas veces, no logramos tener.
“¡Deja de intentar tener sexo con él!”. Ambos revestidos de otra tacha y de alcohol, y él reverberando esa plegaria pidiéndome que parara.
Su petición, aunque firme y clara, no llegó a impregnarse en mi memoria. Ni siquiera tuve que hacer el esfuerzo de olvidarme de ella. Aunque inicialmente su pena me abatió y sentí culpa, era ya muy tarde. Ya no podía detenerme. Ya era adicta a esa insania, a estar fuera de mí pero con él.
Pasó el tiempo y una noche, ya en el umbral de salida de esa depresión suicida, mi cuerpo bailaba al ritmo de un acordeón. El clowncore que inyectaba nostalgia a los danzantes dentro de la bodega abandonada me llevó a vomitar el agua que acababa de ingerir para acelerar el proceso de la mandy que me había tragado triturada.
Finalmente, el subidón. Cuerpo sensibilizado. Mente eufórica.
Entonces la escena de su súplica me aplastó, toda nítida. Su rostro dolorido y la consciencia de que yo había ignorado repetidamente su ruego.
Grité al vacío; lo siento, lo olvidé.
Esta vez al salir del rave recordaba sus palabras, pero aún así no pude cambiar nada. La adicción era así de fuerte y seguí dando tumbos en espiral por años. Amor, odio, asco, rabia, sinsabores, intrigas y maquinaciones, violencia, júbilo, desbarrancada de nuevo y volvemos a empezar.
Como era de esperarse, la emocionante aventura se volvió una pesadilla llena de ansiedad.
Tanto tanto. Demasiado demasiado.
Llegó el punto en que quise desvincularme de él y a pesar de desear esa separación con todas mis fuerzas, sólo conseguí hacer risibles forcejeos sin éxito con esa unión que conectaba nuestros seres y que nos regresaba siempre al mismo lugar. Estira y afloja de cadenas que primero acepté gustosa y ahora con inmenso terror no podía idear cómo romper.
Eventualmente, con mucho llanto, mucho desvelo, mucha disciplina, mucho bucle de caer, levantarse y seguir, logré darle la vuelta a la adicción. Tuve que hacer a un lado mi ambición demente de hacer lo imposible y remover todo lo que me unía a él. En lugar de eso, simplemente moví las piezas de este juego hasta desengarzar sólo los lazos que nos sofocaban, paso a pasito hasta quedar lejos y en realidades diferentes.
Completé lo que empecé.
Con el tiempo me di cuenta de que eso que me atraía, que me llevaba al borde de la locura, no era él, ni tampoco era el espacio al que nos adentrabamos.
Era el espejo. Ese era el magneto ya que a quien reflejaba era a mi. Yo era a quién yo buscaba y a quien desesperadamente quería conocer y que me conociera. Era yo con quien quería permanecer a su lado siempre. Fui yo. Soy yo. Yo. Yo Yo. Siempre fui yo, de la que me tenía que enamorar.
Sí, suena súper cursi, pero es cierto.
El proceso fue horrible y fantástico al mismo tiempo; mágico en todos los aspectos. Ese dolor, esa ternura, esa ansia, esa rabia, esa angustia, esa magia, ese éxtasis y todo lo demás había que sentirlo para yo poder llegar a mí y ser hoy quién soy.
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